martes, 29 de enero de 2008

Estrellas retinales

Las estrellas de mi retina me dicen que esté atenta. Me dicen que las escuche. Me obligan a mirarlas. Deslizandose bajo a luz cálida, compíten con el resto de moléculas quea mis ojos se hacen invisibles. Así fue como empezó: cuando mis ojos y dedos intentaban captar una sucia estrella de tinta negra, las de mi retina quisieron rebelarse. Y se revelaron ante la opacidad de las partículas invisibles a mis ojos incapacitados.
Se dice que las estrellas retinales aparecen cuando las deseas, en el momento justo en que empiezas a visualuzarlas a través de un papel rayado con un bolígrafo barato.

El destello de estas estrellas es intenso, más no expansivo. Su aparición es favorecida por un desenfoque visual de todo lo visible. Las pequeñas motas de luz fugaz siempre son visibles, especialmente si se sienten observadas y si se ignora la realidad. Las haditas siempre están dispuestas a mostrarse, siempre y cuando, una pupila aparte a un segundo e insignificante plano la luz de los objetos ásperos que eclipsan su pequeño, que no débil, resplandor sideral.

jueves, 10 de enero de 2008

Baile final

- Y ahora, Señor Viento ¿me concede este baile?
No esperé un respuesta, instantáneamente sentí elevarme, ayudada de un silbido juguetón. Poco después me hallaba a seis metros sobre las nubes, justo encima de un mar sublime y colorido. Desde ahí pude ver submarinos negros, grises y marrones bajo el agua, algunos se asomaban a la superficie. Era mentira eso de que existían submarinos amarillos. Al menos lo era en el mundo real. En este mundo, casi ajeno a mí, solo habían submarinos de investigación estrictamente científica, con motivos bélicos y para fines financieros (o financiosos, quién sabe). Aunque estaba segura de que en alguna parte existiría un submarino amarillo de verdad, un submarino con todo lo que conlleva ser un verdadero submarino que viaja acompañado de amigos, bajo agua verde y cielos azules.

El señor viento me seguía guiando con extremada delicadeza, pero a su vez firmemente y sin dejar un atisbo de inseguridad a mi vuelo. Casi estaba anocheciendo, pero aún se podían vislumbrar destellos violetas escapando por el horizonte. ¿A donde iban con tanta prisa? El Señor Céfiro (así me dijo que se llamaba) pareció leer mis pensamientos, pues la suave brisa que me mecía se transformó en una ráfaga brutal. La velocidad que alcanzamos era tan grande que mis ojos, ahora achinados, apenas lograban ver nada. Aunque esto no era para nada incómodo, era más bien hipnotizante, encantador, increíble, prodigioso, fastuoso, magnificentísimo, genialífico... ¿Cómo explicarlo? El señor viento me rodeaba y me hacía girar, saltar... llorar. Eran las lágrimas más cálidas que recordaba sentir sobre mis mejillas. Pero no eran lágrimas mías, y tampoco eran del viento, eran lágrimas compartidas. Nuestras lágrimas felices. El viento lloraba a través de mis ojos. Y reía desde mis labios. Mis mechones de pelo enredado se estallaban cariñosamente contra mi nariz. Pero no sentía ningún dolor, pues sabía que ahora el viento formaba parte de mí, y viceversa: yo era viento. Yo era brisa, era ráfaga, era aire y también era movimiento. Éramos, simplemente. Éramos y por eso yo volaba. Éramos y por eso mismo, él sentía. Volábamos y éramos felices. Llorábamos e inundábamos el mundo de nuestra magia aguada.

Abrazados a nosotros mismos, seguimos meciéndonos entre las nubes, ahora más suavemente. Por primera vez en mucho tiempo abrimos los ojos. Observamos que los destellos, antes violetas, que íbamos siguiendo desde hacía un rato habían empezado a tornarse de un color azul oscuro y profundo. En medio de aquella penumbra áspera pudimos ver, en lo más alto del cielo, un punto blanco con tenues pinceladas añiles, que teñía la noche de suave nostalgia, iluminando los rincones más profundos de la vida.
- Veniamos siguiendo aquellos destellos rojiazules, pero parece que nos ganan en velocidad -musitó mi parte voladora, deteniéndose desilusionada.
Entonces pudimos distinguir, más atrás de la línea infinita del horizonte, una enorme masa gris, negruzca, amarronada y de nosecuantos horribles matices más extendiéndose con cruel parsimonia por el cielo azul. Quebrando, a cada instante, un pedazo más de la suavidad de nuestro techo, antes estrellado. Vaciándolo todo de esperanza.
- Parece humo... -sonó una voz ronca, para entonces mi desconocida.
Pronto me di cuenta de que era mi voz, la voz de quien podía hablar; la voz de quién en algún momento pudo volar, y sentir. Es por eso que la voz del viento, la de quien no podía hablar, no hizo acto de presencia. Es más, deje de sentirme viento un instante después de haber pronuciado la palabra humo.

Caí lentamente durante mucho tiempo, tanto, que me quedé dormida mientras la magia del vuelo me abandonaba con tristeza. Al despertar abrí estos ojos, a mi pesar, ahora solo míos. Estaba tirada en medio de una carretera grisácea, perfectamente asfaltada. No había nadie a mi alrededor, en el ambiente se sentía una calma imperturbable y desgarradora. Ni la más mínima mota de polvo se movía. A mi lado yacía un submarino del que se podían intuir retazos de pintura amarilla bajo la herrumbre que lo enolvía. Me quedé tumbada de lado sobre el seco asfalto, mirando de reojo mi esperanza amarilla.

Mi mundo agonizaba. El baile había terminado.

jueves, 3 de enero de 2008

Lucecita

El fin de año huele a compras,
enhorabuenas y postales
con votos de renovación;
y yo que sé del otro mundo
que pide vida en los portales,
me doy a hacer una canción.
La gente luce estar de acuerdo,
maravillosamente todo
parece afín al celebrar.
Unos festejan sus millones,
otros la camisita limpia
y hay quien no sabe qué es brindar.

Mi canción no es del cielo,
las estrellas, la luna,
porque a ti te la entrego,
que no tienes ninguna.

Mi canción no es tan sólo
de quien pueda escucharla,
porque a veces el sordo
lleva más para amarla.

Tener no es signo de malvado
y no tener tampoco es prueba
de que acompañe la virtud;
pero el que nace bien parado,
en procurarse lo que anhela
no tiene que invertir salud.

Por eso canto a quien no escucha,
a quien no dejan escucharme,
a quien ya nunca me escuchó:
al que su cotidiana lucha
me da razones para amarle:
a aquel que nadie le cantó.

Mi canción no es del cielo,
las estrellas, la luna,
porque a ti te la entrego,
que no tienes ninguna.

Mi canción no es tan sólo
de quien pueda escucharla,
porque a veces el sordo
lleva más para amarla.


Silvio Rodriguez (Canción de Navidad)