jueves, 14 de julio de 2011

Educación y racionalidad económica.

Que la educación desde sus inicios ha sido el fundamento de las prácticas de dominación de una élite sobre una masa es una idea bastante compartida. Basta mirar cualquier libro de historia para comprobar que la función que cada individuo ocupaba en la sociedad venía dada por los valores en los que se le educara y sobretodo por aquellos que se ignoraban. También resulta bastante evidente que la educación fue uno de los más básicos criterios de diferenciación de la clase dominante, poseedora de conocimientos esotéricos frente a la masa analfabeta. Prácticamente desde sus inicios en la Revolución Industrial la educación de masas se pensó para su posterior integración de los alumnos en el mercado de trabajo.(1)
Pero la masificación de la educación, que perseguía hacer real el bienintencionado lema de Liberté, égalité, fraternité no parece haber acabado con los problemas estructurales de desigualdad social, pues el problema sigue en la misma base de la educación pública, esto es, asegurar el acceso a la educación a todas las personas en igualdad de condiciones. Es decir, la aplicación una pedagogía de la igualdad que no se corresponde con la realidad social, si ésta pretende ser igualitaria. Esperar de el hijo de un obrero lo mismo que del hijo de un funcionario en el desarrollo de una clase no sirve sino para reproducir en nombre de la igualdad, las desigualdades sociales.(2)
La recurrente postura que ve en la educación la solución a los problemas de desigualdad parte de una base sesgada, aunque no por ello necesariamente malintencionada, en la medida en que no tiene los suficientes recursos para hacer frente a las diferencias de base, que pretende universalizar un conocimiento nacido de las inquietudes de la burguesía y que solo es efectivo cuando se dirige a ella. Pues, para las clases más bajas, tener nociones de biología o poesía resulta cuanto menos una pérdida de tiempo, causando frustración y sentimientos de inferioridad cuando se dirige a aquellos sujetos que han sido construidos con una escala de valores que distan mucho de la máxima aristotélica del amor contemplativo. Por ello, resulta tentador pensar que la única funcionalidad de este tipo de educación es la de legitimar la estratificación social sobre la democrática base de la igualdad de oportunidades.
En este sentido, y según M. W. Apple, la escuela es un arma de doble filo, pues al tiempo que podrían funcionar como “un campo de lucha y de compromiso” en la medida en que es una fábrica de subjetividades y con ello, de sociedad, también es “una de las principales áreas donde se definen los recursos, el poder, (...) la financiación, el currículo, la pedagogía y la evaluación” (Apple: 2002, 52). Así pues, la educación es a su vez causa y efecto, es determinante y está determinada, y no parece que estemos cerca de saber si fue primero el huevo o la gallina, si es que tal conocimiento puede aportarnos algo de provecho. El caso es que las actuales políticas educativas pretenden subsanar los errores de la educación pública centralizada por el Estado poniéndola en las manos más eficientes de la empresa privada. En palabras de Robert McChesney, “las iniciativas neoliberales se caracterizan por ser políticas de libre mercado que fomentan la empresa privada y la elección del consumidor, premian la responsabilidad personal y la iniciativa empresarial, y aligeran el lastre de un gobierno incompetente, burocrático y parásito que nunca puede hacer bien las cosas aunque lo intente, cosa que ocurre rara vez”.
En nombre de la eficacia, la empresa privada se siente legitimada para elevar las exigencias de acceso a la educación, el aumento del control sobre los planes de estudio, encaminados a estrechar la relación de los conocimientos con la economía, para así centrar sus esfuerzos en formar a los mejores, es decir, aquellos que puedan competir en el mercado internacional en la disputa financiera global de la que hoy somos espectadoras.
Este tipo de políticas educativas conciben al estudiante a través de la racionalidad económica, es decir, la muy coherente creencia, hoy ampliamente compartida, de que cada persona debe actuar con el fin de maximizar sus beneficios. Así pues, el estudiante es visto como capital humano al que se debe proporcionar las aptitudes y actitudes necesarias para competir con eficacia (Apple: 2002, 55). Como es evidente y racional, el criterio de selección debe ser tan duro como sea posible para que los potenciales competidores ya hayan sido socializados en un contexto favorable a estas prácticas y cuenten con los recursos necesarios para tal fin: dinero, tiempo libre, espacios y ambiente favorable al estudio, poca relación con la marginación social, y en definitiva, cualquier cosa que los desvíe del cometido para el cual son educados. Dicho esto, también parece evidente que el estudiante ideal muy probablemente no viva en los barrios periféricos sino en las urbanizaciones. Y es que dentro del paradigma economicista la educación democrática no termina por salir rentable.

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(1) Prueba ello son sus planes de estudio cada vez más especializados en una rama concreta que será la que termine guiando las sucesivas elecciones del alumno con vistas a contribuir en la división social del trabajo (Chamorro: LMS, 2004, pag. 334). Así, si una estudiante elige un bachillerato de artes por motivos más adaptativos que vocacionales, quedará privada en el futuro, si no es por motivación “propia”, de conocimientos científicos, biológicos o tecnológicos. Y a la inversa, aquel que elige en su tierna adolescencia “elige” el bachillerato científico-tecnológico para poder seguir en clase con sus amigos de toda la vida en el instituto donde se crió, muy probablemente carecerá de los más básicos conocimientos literarios, artísticos o sociológicos. Una vez más, vemos las consecuencias de la disyuntiva entre lo natural y lo social, que no solo impiden la existencia de una Ciencia Social, sino también de los sujetos que podrían interesarse en ella.

(2) “uno de los desafíos de del interés nacional es asegurarnos de que podemos proporcionar educación de calidad para todos, en especial para los niños marginados. El ideal estadounidense es uno de igualdad de oportunidades, no de igualdad de resultados”. Condolezza Rice. Foreign Affairs. Volumen 87, Número 4. Repensar el interés nacional. El realismo estadounidense para un nuevo mundo. Pág 147.

martes, 5 de julio de 2011

La mayor paradoja de la vida,

cuando normal es que lo normativo nos resulte extraño.