viernes, 15 de mayo de 2009

...una deuda transformada en pecado original y en literatura...

En su genealogía de la moral Nietzsche hace un trabajo arqueológico sobre el origen de los sentimientos morales y en especial la concepción judeocristiana de los sentimientos de culpa, compasión, pena… Su análisis no pretende ser historicista, sino más bien una crítica sagaz, con un olfato psicológico para los problemas que afectan a la conducta humana, una conducta enferma y vuelta contra su propia voluntad.

El animal humano primitivo, siempre fue un instintivo ser erguido y sin pelo. Este animal siempre escuchó a sus instintos, unos instintos que lo empujaban a vivir y aceptar su naturaleza y respetarla cumpliendo día a día una promesa para consigo mismo: dejar fluir sus impulsos naturales. Unos impulsos que eran su presente, él único que necesitaba. Su capacidad de olvido no le dejaba ver otra cosa, el humano fue un animal sin pasado, una animal libre y dueño de sus momentos. Ante este panorama ¿acaso el pasado tenía algún valor? Ninguno, pues lo que no ha existido, carece de valor. Este individuo premoral siempre estuvo anclado en sus percepciones de presente, en lo dado, y no en lo inútilmente recordado. La memoria en este ser era un esfuerzo innecesario dadas sus condiciones de vida, el hecho de recordar el pasado tenía como consecuencia la falta de presente, la falta de felicidad, la falta de vida. Por esto el animal humano, dejando de lado la memoria (cosa que no le supuso ningún esfuerzo) se convirtió en un especialista de la felicidad, su felicidad.

Pero este animal solitario empezó a humanizarse, empezó a vivir en sociedad. Al principio todo fue alegría, bailes y amor. Pero pronto todo esto empezó a institucionalizarse y el hombre tuvo que forjarse una memoria, una memoria que le permitiera cumplir promesas con los otros miembros de la sociedad, una memoria que hiciera posible la venganza y el pago, la pena y la culpa. Una memoria que hiciera al hombre calculable, regular, coherente en sociedad… ¡responsable!
Así se fue creando una sociedad en la que reinaban las costumbres, lo igual, lo parejo, lo continuo, lo gris. Ser moral, era ser común, era formar parte de un rebaño, era estar determinado y dejarse determinar por este. Ser moral era cumplir promesas, y de no cumplirlas, pagarlas. Ser moral… era tantas cosas y tan poca vida. Ser moral era recordarse a sí mismo de las exigencias de otros, exigencias derivadas de la relación social. Y el recuerdo de estas exigencias nunca pudo ser instintivo, por eso el animal humano emprendió un camino contra sí mismo, por eso el animal humano se fue adentrando en un abismo del que jamás ha podido salir. En un abismo de deudas, de deudas que no podían -que no debían- ser pagadas.

Y así las relaciones humanas, en principio naturales, pasaron a ser contractuales, pasaron a ser crueles. En estas nuevas relaciones la palabra dejó de ser suficiente, y la memoria que exigía estas nuevas relaciones fue fijada, además, con sangre y dolor. El hombre empezó a devorarse a sí mismo. Cuando una deuda no era pagada, cuando se rompía una promesa, el bien enseñado acreedor hacía aflorar sus más crueles y reprimidos instintos en un juego de equivalencias más sádico que necesario. Y es que el daño infringido por el no pago de la deuda no se saldaba con un servicio equivalente que pudiese beneficiar al acreedor, sino con un beneficio más psicológico que material. Con una especie de placer sádico que sentía el acreedor cuando podía dañar al deudor, una especia de voluntad de poder no comparable a ningún otro sentimiento posible en una sociedad moralizada y moralizadora. Era esta la única oportunidad que tenía el hombre civilizado para hacer uso de los impulsos que una vez le fueron negados, aquí el hombre tenía el derecho y el deber de no reprimir su agresividad.

¿Qué satisfacción es comparable a la de poseer la vida de otro ser humano? En este punto el acreedor era una especie de dios, el moroso era una pertenencia más del prestamista, lo mejor que le podía pasar es que este no pagara su deuda, ya que esto lo hacía subir un escalón hacia el cielo de la crueldad. Así la equivalencia correspondiente a la deuda no pagada era fijada y decidida por el acreedor. La deuda era pagada en sufrimiento, el suficiente para que el deudor en su lejana contemplación sintiera que la equivalencia estaba saldada. Por eso el sufrimiento debía ser visto desde fuera como más evidente, más fuerte, más brutal, más feroz que el infringido al acreedor en un primer momento, un sufrimiento que al fin y al cabo era ínfimo. Es así como la supuesta balanza de la justicia, equilibrada si se mira en tercera persona, se desajusta: no se da una equivalencia real, sino la equivalencia del que tiene voluntad de poder, ya no sobre sí mismo, sino sobre un moroso desgraciado.

Y es así como fueron evolucionando los enviados prestamistas del cielo, cada vez más mediados e inaccesibles, más ausentes, más lejanos. Los acreedores se convirtieron en lejanos fundadores de la humanidad generando día a día una deuda cada vez más desmesurada, una deuda impagable. La literatura de un Dios al que debemos todo, de una humanidad que no es responsable de sí misma, cuya conciencia está dañada en el mismo momento de nacer, conciencia fabricada con el fuego y el dolor que infunde una promesa no cumplida, una culpa. ¿Su castigo? Una pena para toda la humanidad, una desgracia, un dolor, un lamento, un largo gemido compasivo que cae del cielo y nos llena de nihilismo.

Ahora que Dios ha muerto, ahora que nos hemos bebido el horizonte, hemos encontrado otro ídolo que de sentido a esta existencia irresponsable e inconsciente de sí misma. Un Dios al que jamás pagaremos todos los caprichos, la prisa, las cajas de hormigón donde vivimos, los falsos compromisos y la burocracia que nos ha regalado. Ese nuevo Dios es al que nosotros llamamos entidad financiera, banco, prestamista del siglo XXI. Un Dios que nos da todo lo que necesitamos a cambio, tan solo, de un continuo sentimiento de culpa, de remordimientos, de estrés, de miedo, de desgana, de dependencia. Sentimientos estos que son los que sustentan una sociedad que está más muerta que viva. Una sociedad que poco a poco ha ido asesinando nuestros instintos, nuestras ganas de vivir, nuestra vida animal, la única vida natural: la vida que sí está viva.

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